En las últimas décadas la economía experimental y del comportamiento ha constituido un programa de investigación emergente en Economía. Esta rama de la ciencia económica se basa en el desarrollo de experimentos, individuales o en grupos, con el objetivo de probar la validez de teorías económicas o extraer conclusiones sobre el comportamiento humano en condiciones controladas de laboratorio.
A los participantes en estos experimentos se les enfrenta a simulaciones de situaciones económicas reales en cuyo contexto se les asigna un rol (inversor, consumidor, trabajador, etc.) y se les trasmiten unas reglas de actuación como instrucciones. Frecuentemente se emplea dinero en efectivo para reproducir el papel de los incentivos económicos en el mundo real. Cada participante debe escoger entre varias opciones que implican ganancias monetarias distintas, dependiendo de la decisión del participante individual y, en muchos casos, de las decisiones del resto.
Imaginemos pues el siguiente experimento: Seleccionemos a un grupo de individuos (idealmente deberían ser representativos del conjunto de la sociedad) y entreguémosle a cada uno una tarjeta de crédito con un límite máximo tasado. Indiquémosles que pueden disponer de ella a voluntad y que, en principio, no es necesario que declaren a Hacienda esas cantidades. Informémosles de que en todo caso la probabilidad de que la Administración Tributaria inspeccione esos ingresos y reclame el pago de las cantidades es de un 1%. Señalemos que experimentos anteriores muestran que los usuarios de la tarjeta consumen, como promedio, el 70% del crédito máximo establecido. Estudiaríamos a continuación el uso que los participantes hicieran de la tarjeta.
Cabría esperar que algunos individuos rechazaran la tarjeta o no la emplearan. Consideremos este comportamiento como una estimación de lo que podríamos denominar “honestidad absoluta”. Supongamos que alcanzara a un 10% de los participantes en el experimento.
Otros individuos agotarían el límite máximo de crédito disponible. Considerémoslo como una estimación de lo que podríamos denominar “deshonestidad absoluta”. Digamos que este comportamiento caracterizara a otro 10% de los participantes.
El resto de los individuos emplearían una cantidad de crédito variable pero inferior al máximo establecido. Esta autocontención se explicaría bien por escrúpulos de carácter ético, bien por el temor a alguna reconvención social (desprestigio, deterioro de la posición social, …) o sanciones legales (multas, penas, ...).
A continuación imaginemos que modificáramos las condiciones del experimento: indicaríamos que la probabilidad de que Hacienda descubriera la operación y la calificara de fraudulenta es del 90% y que en experimentos anteriores el promedio de los participantes solo usó un 25% del crédito disponible.
Resulta fácil anticipar algunos de los resultados de tal experimento. En el segundo escenario la incidencia del comportamiento absolutamente honesto sería mayor, la incidencia del absolutamente deshonesto menor y la cantidad promedio dispuesta menguaría.
En este experimento la probabilidad de detección del fraude actuaría como un indicador de la eficacia percibida de la Administración Tributaria. Por su parte, el promedio de crédito dispuesto por participantes en experimentos anteriores representaría una aproximación a lo que se asume como una conducta ¨normal¨ en ese contexto social, proporcionando una estimación del rigor de los estándares éticos.
Así pues, este experimento imaginario ilustra cómo el funcionamiento de una economía/sociedad depende de sus instituciones (reglas y organizaciones que las administran) y de su cultura ética. En sociedades con instituciones eficaces y con una sólida cultura ética la frecuencia de los comportamientos deshonestos es menor, así como su magnitud. Como consecuencia, los incentivos económicos orientan adecuadamente la decisiones de los agentes, armonizando los intereses individuales y salvaguardando el bienestar social. En ausencia de instituciones efectivas y de ética social, la deshonestidad genera ganancias para algunos individuos en perjuicio del conjunto de la sociedad.
El marco institucional puede ayudar a contrarrestar las tentaciones fraudulentas de los ciudadanos. Instituciones bien diseñadas y eficaces tienen el efecto benéfico de mejorar a las personas, protegiendo a los ciudadanos frente a la amenaza de su propia deshonestidad y la de los otros. Las instituciones mal diseñadas o ineficaces pueden, por el contrario, llegar a ser instrumentalizadas por los deshonestos para alcanzar sus propios objetivos.
Igualmente, una cultura ética bien asentada en la sociedad representa un activo económico de valor incalculable. La ética social genera un ahorro de recursos, limitando los costes asociados a la deshonestidad. Por el contrario, en sociedades donde se asiste a un deterioro generalizado de los estándares éticos, se puede llegar a pervertir la escala de valores de tal modo que los comportamientos absolutamente honestos sean percibidos como ridículos. Y como ya dijo Demócrito hace más de dos mil años: “Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa”.