martes, 29 de septiembre de 2015

EL TAMAÑO EMPRESARIAL IMPORTA

El tamaño óptimo de una empresa es el resultado de un amplio conjunto de factores (economías de escala, costes de transacción, estructura del mercado, …). A su vez, la composición por tamaños del tejido empresarial en una economía -globalmente considerada- es asimismo consecuencia de múltiples factores (dotación de recursos, tecnología, grado de apertura, instituciones, tamaño del mercado interior, …). Ambos aspectos se ven afectados por los continuos cambios tecnológicos, económicos y socio-políticos. 

En cualquier caso, las empresas que funcionan bien y colocan productos atractivos en el mercado captan, por lo general, mayor demanda y obtienen mejores resultados, lo que impulsa su crecimiento. Por el contrario, las empresas menos competitivas ven coartadas sus posibilidades de crecimiento -e incluso ponen en peligro su supervivencia-, crean menos empleo, tienen menor productividad y pagan salarios más bajos. Desde esta óptica, la mayor prueba del éxito de una pyme consiste en dejar de serlo, convirtiéndose en una gran empresa. El papel dinámico de la pyme, retando a empresas consolidadas y modificando las pautas de competencia, es fundamental en una economía de mercado. 

Así pues, el tamaño empresarial y su crecimiento representan en general un signo de salud de la empresa. No obstante, no todo crecimiento empresarial es necesariamente saludable: las nuevas inversiones pueden no resultar rentables o venir asociadas a un excesivo endeudamiento (los problemas actuales de Abengoa ilustran el segundo caso). Asimismo, cuando las empresas crecen de modo extraordinario pueden llegar a alcanzar una posición de cierto control o auténtico dominio del mercado, lo que favorece el desarrollo de prácticas que limitan o cercenan la competencia efectiva en perjuicio de los consumidores. Los poderes públicos deben diseñar regulaciones que eviten esos efectos perniciosos, como muestra el Prof. Jean Tirole, Premio Nobel de Economía en 2015. 

En el caso concreto de España y Andalucía, se aprecia un tamaño empresarial medio por debajo de las economías más prósperas de la UE. Según datos de Eurostat, el número medio de trabajadores por empresa en España era de 4,7 en 2014, número inferior al de Francia (5,7 empleados) y muy lejos de las cifras del Reino Unido (11 trabajadores) y Alemania (11,7 asalariados). Esta atomización empresarial se manifiesta como una restricción al desarrollo tecnológico, la innovación y al crecimiento de la productividad de nuestras empresas, limitando su capacidad de competir en el mercado mundial (véase esto o esto). Las grandes empresas españolas muestran unos niveles de productividad semejantes (o incluso superiores) a los de sus homólogas en las grandes economías de la UE (véase aquí). Por tanto, el desfase en los niveles de productividad de la economía nacional con las economías europeas más prósperas se explica por el diferencial de productividad en nuestras pymes y su mayor presencia relativa en nuestra economía (efecto composición).

A este respecto, cabe señalar que en el marco regulador español, como en el de otros países, existen requerimientos legales en la normativa mercantil, laboral o fiscal asociados al tamaño que tienen un efecto desincentivador del crecimiento empresarial. Así pues, nuestras empresas optan en ocasiones por no crecer para eludir determinadas normas que les acarrean costes adicionales. Se da lugar así a lo que algún analista ha dado en denominar “la maldición del empleado 50”. 

Estos problemas derivados de la regulación coexisten en nuestro país con los asociados a una acción pública insuficiente en defensa de la competencia en algunos sectores oligopolizados o con restricciones a la competencia, principalmente en el campo de los servicios. Se requiere a tal efecto una regulación más inteligente que estimule la competencia efectiva a la vez que evite la generación de distorsiones, como el mencionado freno al crecimiento empresarial. 

Asimismo, la creciente apuesta pública por los emprendedores queda excesivamente enfocada al estímulo del autoempleo -como respuesta de política social ante situaciones de desempleo- sin que ello suponga con frecuencia un impulso a proyectos empresariales con auténtica proyección económica. A este respecto, cabe apoyar en mayor medida el crecimiento de la pyme para consolidar un sector de mediana empresa capaz de competir globalmente. Esta transformación es parte del cambio en el modelo productivo que las economías española y andaluza necesitan.