martes, 27 de octubre de 2015

EL TRILEMA DE LA GLOBALIZACIÓN Y CATALUÑA

Dani Rodrik, Catedrático de Economía de la Universidad de Harvard, ha señalado algunos desafíos y contradicciones asociados a la globalización, presentándolos bajo la forma de un trilema. Según Rodrik, las sociedades actuales se ven forzadas a elegir entre tres objetivos simultáneamente incompatibles; solo dos de ellos pueden alcanzarse al máximo nivel, a costa de renuncias respecto al tercero. Estos tres objetivos son la globalización económica, el estado nación y la democracia. En función de qué dos aspectos se prioricen, quedan definidos tres modelos institucionales distintos: uno está asociado al mundo de ayer, otro al mundo de hoy y el tercero -probablemente- al mundo del mañana.

Una primera opción consiste en apostar por un funcionamiento basado en estados nación totalmente independientes y  soberanos en los que los gobiernos, a través de procesos democráticos, ejecutan políticas conforme a las preferencias de la población. Según Rodrik, para que este modelo pueda desarrollarse en plenitud  hay que renunciar a elementos de la globalización y con ello a ciertas ventajas en términos de eficiencia económica. Este fue el modelo prevaleciente en el mundo occidental durante la posguerra (1945-1975), en el conocido como orden de Bretton Woods. En este período, a pesar de los importantes avances en la liberalización económica, seguían existiendo barreras relevantes al comercio de bienes y servicios y se consideraba peligrosa la libertad para los movimientos internacionales de capital, manteniéndose fuertes obstáculos a los mismos.

Una segunda opción implica decantarse decididamente a favor de la globalización económica en el marco de un modelo político sustentado sobre estados nación. Este vendría a ser el escenario actual, tras varias décadas de políticas liberalizadoras a escala mundial, e implica renuncias en el plano del funcionamiento democrático. En un contexto con libre comercio y mayor movilidad internacional de empresas y capitales, los gobiernos nacionales se ven impotentes para implementar con eficacia cierto tipo de medidas, con independencia de que cuenten con respaldo suficiente de la población. Por ejemplo, si los ciudadanos optan por políticas fiscales más redistributivas y los gobiernos las instrumentan con mayores impuestos a las empresas y a las grandes fortunas, unas y otras pueden escapar hacia territorios con una fiscalidad menos gravosa. La misma reacción se puede plantear ante reformas que establezcan restricciones o costes a las empresas en el plano laboral o ambiental. Los gobiernos y los ciudadanos se ven así sujetos a lo que Rodrik ha denominado una “camisa de fuerza dorada” que limita su capacidad de actuación política, lo que implica en última instancia una pérdida de control democrático.

El extinto modelo de la posguerra en las sociedades occidentales se basaba en un cierto equilibrio entre el ámbito político y el ámbito económico. En lo político, el estado nación democrático funcionaba bajo la premisa “un hombre, un voto”. En lo económico, el funcionamiento se basaba en las reglas del mercado, conforme a las cuales cada ciudadano “vota” según su riqueza, que determina su capacidad de adquirir bienes, servicios y activos. El equilibrio entre estos dos planos se habría roto debido al avance de la globalización. De una situación con mercados fundamentalmente nacionales regulados y corregidos por gobiernos nacionales, se ha pasado a una situación con mercados globales que los gobiernos nacionales son incapaces de regular y corregir. Las leyes del mercado se imponen  así a las de la política.

La tercera opción frente al trilema de la globalización consistiría en priorizar la globalización económica y la democracia. Hacer efectiva esta elección implicaría renuncias en el plano del estado nación, en tanto requeriría de una gobernanza global de los mercados desarrollada por instancias supranacionales. En otros términos, esta alternativa reclama la construcción de un gobierno mundial o un federalismo global -unos “Estados Unidos del mundo”- desplazando hacia estas nuevas instituciones parcelas de soberanía ahora ejercitadas a escala nacional. Este modelo, así definido, no es alcanzable ni a corto, ni a medio plazo. No obstante, existen vías más modestas para avanzar hacia la gobernanza de la globalización a través de la cooperación internacional o incluso mediante la participación de la sociedad civil. Por otra parte, existe ya una experiencia política en marcha que apunta en esta misma dirección, aunque opere en un ámbito regional: se trata de la Unión Europea.

La Unión Europea representa un proceso de construcción de una entidad supranacional que ha adquirido competencias y parcelas de soberanía antes reservadas al ámbito nacional. La crisis económica internacional y su impacto sobre la UE, en especial sobre las economías periféricas del euro, han puesto de manifiesto con suma claridad los límites que impone la “camisa de fuerza dorada” de los mercados a la acción de los gobiernos (los acontecimientos políticos en Grecia, Italia o España ilustran a la perfección este fenómeno). Ante ello, la UE parece apostar, aunque algo timoratamente, por el federalismo europeo materializado en el plan de unión bancaria o los esbozos de una posible unión fiscal. Se trata, en definitiva, de consolidar instituciones europeas con capacidad efectiva para gobernar adecuadamente el mercado único europeo (más de 1/5 del PIB mundial). 

¿Y qué tiene que ver todo esto con el actual debate político en Cataluña? Mucho. Parte de la sociedad catalana apuesta por un proyecto soberanista que reclama un estado nación catalán independiente del estado español constituido. Esta propuesta tiene un cierto cariz anacrónico. En lugar de contribuir a la construcción de estructuras de gobierno que permitan una mejor regulación de los mercados globalizados, apunta a una fragmentación de los estados nación, ya de por sí ineficaces en su formato actual como instrumento regulador. El proyecto soberanista se presenta, en este sentido, contracorriente de la estrategia adoptada en la UE, que implica desplazar competencias nacionales a las instituciones comunitarias.

El planteamiento de buena parte del bloque soberanista peca además de inconsistencia teórica a la luz del trilema de la globalización. Sí es coherente la posición de la CUP, un partido que se define claramente como anticapitalista. La apuesta por un estado-nación (catalán) y la democracia es en este caso consistente con su disposición a renunciar a la globalización y la lógica de mercado. Cosa bien distinta es que esta opción sea deseable para los catalanes. Daría lugar a una Cataluña independiente, potencialmente democrática (si no derivara hacia un modelo caudillista tipo venezolano o a un modelo totalitario tipo Corea del Norte), pero a buen seguro más pobre. Sin embargo, el planteamiento de un partido liberal conservador como Convergència resulta inconsistente en el marco del trilema de la globalización, al apostar a la vez por más estado nación -un estado catalán dentro de la UE-, democracia y globalización. La política es "el arte de lo posible". Consiste en elegir entre diversas posibilidades y "elegir" supone siempre renunciar a algo. Bien harían los catalanes en enfrentarse al trilema de la globalización reflexionando sobre lo que quieren y lo que están dispuestos a sacrificar a cambio.