Una empresa es un ser vivo, una forma elemental de vida económica. Como tal, toda empresa nace, crece, eventualmente se reproduce (eso que en terminología anglosajona se conoce como spin-off) e inevitablemente muere. Ninguna empresa puede esquivar este desenlace, pero sobre las empresas familiares parece pesar un mal congénito que limita fatalmente su existencia condenándolas a la extinción antes de superar la tercera generación. De este modo, según datos del Instituto de Empresa Familiar para el caso español, el 50% de las empresas familiares alcanza la segunda generación y solo el 15% sobrevive a la tercera.
Esta “maldición” de la empresa familiar se encuentra estrechamente vinculada al problema de la sucesión del empresario. El proceso de reemplazo generacional con frecuencia plantea conflictos familiares irresolubles o sitúa al frente de la organización a individuos con escasa vocación empresarial, poco arrojo e ilusión, o habilidades insuficientes para asumir con éxito el liderazgo y buen gobierno del negocio.

La obra, ambientada en la ciudad alemana de Lübeck a mediados del siglo XIX, narra las vicisitudes de una familia de comerciantes a lo largo de cuatro generaciones que van marcando la decadencia y el ocaso final del negocio. Esta novela, que Mann escribiera con solo veinticinco años, fue el principal mérito alegado por la Academia Sueca para conceder a su autor el Premio Nobel de Literatura.
El destino trágico de la empresa familiar queda sublimemente simbolizado en “Los Buddenbrook” en una premonitoria escena que sitúa al niño Hanno Buddenbrook, el hijo único llamado a heredar el negocio, frente al preciado cuaderno donde se recoge el árbol genealógico y se anotan los grandes acontecimientos familiares.
Nos cuenta entonces Mann como Hanno “(…) colocó la regla debajo de su nombre, recorrió con la mirada todo aquel entramado genealógico una vez más y, con gesto sereno y sin pensar en nada, tan cuidadosa como mecánicamente, trazó una bonita y limpia doble línea con el plumín atravesando en diagonal todo el espacio restante, tal y como le habían enseñado en el colegio a adornar las páginas del cuaderno de matemáticas.” Y cuando su padre, el senador Thomas Buddenbrook, le recrimina indignado su acción, Hanno solo puede a duras penas balbucear: “Es que… yo creí que…, creí que después ya no venía nada más…”.
Sin embargo, no todas las empresas familiares sucumben a este mortal maleficio. La más antigua del mundo, la hotelera japonesa Hoshi Ryokan, cuenta nada menos que 1289 años de existencia. En el selecto grupo de las empresas familiares más longevas se encuentran dos compañías españolas: Codorníu, con más de cinco siglos de vida, y Bodegas Osborne, con más de 200 años de antigüedad. Curiosamente, la firma andaluza fue fundada por otro Mann, el británico Thomas Osborne Mann, en 1772.
Asimismo, algunas de las mayores corporaciones internacionales nacieron como empresas familiares y en alguna medida siguen siéndolo tras protagonizar brillantes trayectorias empresariales. Baste citar casos como los de Wall-Mart, Ford Motor Co., LG Group, Hyundai Motor o las españolas Banco Santander, el Corte Inglés, Mercadona, Fomento de Construcciones y Contratas (FCC) o Inditex (Zara).
La vida de las empresas, como la de las personas, desemboca más tarde o más temprano en su desaparición, pero antes se ofrece como una página en blanco con infinitas posibilidades. Quizás la mayor trascendencia posible para unas y otras consista, como en el caso de “Los Buddenbrook”, en llenar esas páginas con bellas historias. Puede que eso sea todo a lo que quepa aspirar. Puede que quepa aspirar nada menos que a eso.
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